Se llevó el cigarrillo a sus labios,
le dio una última calada y aspiró el humo hasta que sintió que inundaba sus
pulmones. Con el rostro contraído y rojo, las venas del cuello
dilatadas, lo lanzó con precisión hacía el lugar de donde había salido como un
huracán.
—Maldita ―gritó a viva
voz. Escupió en el piso con una mueca de desdén.
Las callejuelas desoladas, el
silencio y la complicidad de la noche le infundieron un mínimo de confianza y
poco a poco menguó el temblor que recorría su cuerpo. Relajó los
nervios. «Todo estará bien, no es real, no es real», se repetía una
y otra vez.
Recordó los últimos acontecimientos,
esos que habían trastocado su mundo que él creía tan perfecto. Ella era la
razón de su existir y desde que coincidieron eran inseparables, «se amaban,
estaba seguro».
Su mirada se posó en la rosa roja que
había dispuesto para ella y que aún conservaba. Una lágrima pugnó
por salir, con fuerza la borró con su mano.
Cerró los ojos, «era mejor no
pensar», se dijo, sin embargo los recuerdos se atropellaban en su memoria. Una
imagen le quemaba en la sien y se hundía en su pecho como un puñal. Ella
desnuda, dispuesta, entregada y... La puerta entreabierta, su perfume que
impregnaba la alcoba a media luz, las velas aromáticas, el incienso,
los susurros y gemidos ahogados, las risas, las voces masculinas,
su presencia no advertida, no dar crédito a lo que estaba presenciando, el
dolor punzante, la locura que hizo presa de sí, su rabia sorda y su
orgullo herido, el sótano, el líquido, los acontecimientos
descontrolados y su salida precipitada.
Lenguas de fuego iluminaron la calle.
El sonido de las sirenas de los bomberos, de la ambulancia y de la policía,
interrumpieron la calma, provocando que él volviera al presente y que en su
interno algo se disparara.
Con estupor, miró a su alrededor como
intentando asimilar lo que se
desarrollaba ante sí. «Es una pesadilla», se dijo.
El humo negro y sofocante le obligó a
taparse la boca con un pañuelo. Se recompuso y apuró el paso.
Con la rosa roja en la mano, como
acostumbraba, atravesó a grandes zancadas el espacio que lo separaba, se abrió
paso entre la multitud. Corriendo, gritó:
—Manuela... ―petrificado, se preguntó
si era victima de una alucinación. Se llevó las manos a la cabeza. Con dificultad
se mantuvo en pie, caminó unos cuantos pasos y vomitó.
—Manuela, Manuela... ―gritó a todo
pulmón, en un intento por llegar hasta ella, pero se lo impidieron. Mientras,
el fuego devoraba todo. Se sintió mareado
y débil. El mundo giró a sus pies.
Creyó escuchar las voces de sus
vecinos que le llamaban por su nombre. Las murmuraciones mal intencionadas
que llegaban como una ráfaga lejana, las especulaciones, el asombro, los
lamentos, las lágrimas, la oscuridad y la nada.
Unas cachetadas en su rostro le
hicieron abrir los ojos. A su lado se
encontraba un oficial de la ley.
—¿Dónde está Manuela, mi esposa? ―dijo,
mientras trataba de ponerse en pie.
―Señor Pérez, lamento informarle que todos murieron.
—¿Todos? ¿Cómo que todos? Manuela,
Manuela... —dijo, mientras dos lágrimas rodaron por sus mejillas y de su pecho
brotaba un grito ahogado— ¡No, Manuela...!
—La mujer y los tres hombres que la
acompañaban. ¿Los conoce? ―dijo el detective, mientras le acercaba varias
fotografías de tres hombres desnudos y calcinados.
Un escalofrío le recorrió;
cuando por fin pudo controlar el temblor de su cuerpo, dijo:
—No, nunca lo he visto. No entiendo
nada —se cubrió el rostro con las manos.
Han pasado los años y los recuerdos
de ese fatídico día aún laceran su memoria. Los murmullos y los cuchicheos,
siguen resonando en sus oídos. ¡Cornudo!
―¡De mí nadie se burla! —dijo,
lanzando el cigarrillo y apagándolo con fuerza contra el piso. Una
sonrisa burlona se dibujó en sus labios.
Autora:
Lucía Uozumi.
(Derechos Reservados)
Relato
escrito para participar en el concurso: "Los crímenes de la
calle Morgue"
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