Mientras
miraba el mar desde la roca donde estaba sentado, su enjunta figura se contrajo
con un ligero temblor. Se levantó con dificultad y dio unos cuantos pasos. Un
gemido agudo se le escapó y le obligó a detenerse. «Debía
buscar ayuda, ¿pero a quien acudir, si no tenía a nadie?», se preguntaba.
Percibió que pronto caería la noche. Como clamando protección miró al cielo;
estaba encapotado y cubierto de negros y espesos nubarrones. Sus ojos se
nublaron. Una sensación de soledad y abandono se instaló en su pecho. No
entendía por qué su familia... Sentía desgarrarse por dentro.
Tomó
una vara pequeña y trazó con lentitud dibujos en la arena, «¿y ahora
qué hago? ¿A dónde voy? No puedo quedarme aquí, se avecina una tormenta,
además...», dijo, mientras miraba con rostro compungido el corte
profundo que tenía en su pierna derecha. Despacio la sumergió en el agua salada
y la lavó, apretó los dientes para calmar el dolor que sentía, pero este era
superior a sus fuerzas, su rostro se bañó en lágrimas que fueron lavadas por la
lluvia. De su garganta emergió un rugido que se confundió con el ruido de
un relámpago que iluminó y partió el cielo en dos.
Se
desató la tormenta que con furia azotó su huesuda figura. Su camisa se adhirió
a su espalda, tiritó y castañeó sus dientes. En la oscuridad de la noche que se
cernió sobre si, como un ave de mal agüero, caminó con dificultad apoyándose en
la vara, hasta más allá de la playa y se tumbó en la arena. Una lágrima rodó
por su mejilla y un sollozo ahogado resopló en su pecho. Empapado hasta la
médula, aterido de frío, hambriento y mal herido, estuvo largo tiempo entre la
bruma de la inconsciencia y el desvarío.
Una
luz apareció frente sus ojos y titiló varias veces. Impulsado como por un
resorte, el niño se puso en pie tan rápido como su pierna enferma se lo
permitió y la siguió. Cuando las ramas rozaban su herida profunda y abierta,
emitía un quejido lastimero; la luz centelleante también se detenía.
Después
caminar un largo trecho que él no alcanzó a precisar, la luz giró tres veces
sobre sí e iluminó su rostro, entonces, pudo distinguir algunas sombras
difusas en la noche. Se sobresaltó; un escalofrió recorrió su espina dorsal y
solo sintió el ruido seco de su cuerpo al caer.
Notó
que alguien lo tomaba en brazos, le colocaba la mano en la frente y le hacía
tomar un bebedizo, pero era incapaz de abrir los ojos; no sabía si lo estaba
imaginando o era parte de la realidad.
La luz se coló por una pequeña abertura dejando vislumbrar la espesa vegetación
circundante. A lo lejos se divisaba el mar. Pensó que debía ser más allá del medio día. Aspiró y llenó sus pulmones de aire
que olía a salitre y a humedad, restregó su ojos para adecuarlos a
la oscuridad reinante en el recinto donde se encontraba.
Al
saberse en un lugar desconocido se sintió inseguro y el temor se perfiló en su
rostro. Percibió el resonar de su corazón acelerado y la sequedad en su
garganta. Los sentidos se pusieron en alerta. Miró alrededor, pero a simple
vista no pudo distinguir a nadie. Suspiró en un intento por calmar sus nervios.
Trató de incorporarse, tarea que le devengó gran esfuerzo y
concentración. Se asustó cuando sintió una voz que le hablaba en su
oído derecho.
—¿Cómo
te llamas? —el tono de su voz y su mirada le infundieron confianza y
seguridad. El chico expelió un resuello.
―Santiago —pudo
responder con un hilo de voz.
—¿Cómo
te sientes?
—Tengo
sed y me duele la cabeza. ¿Y tú quien eres? —momentos después, le acercó una bandeja con viandas y dijo:
—Come,
debes reponer fuerzas ―el olor a chocolate hizo que las aletas de su nariz
se inflamaran, que sus ojos se volvieran como platos y su boca salivara en
exceso. Tomó con avidez lo que le ofrecían y lo engulló en minutos.
―¿Qué
hacías solo, en esa noche de tormenta? ―preguntó, mirándole a los
ojos y colocándose a su altura.
―Huí
de casa —dijo con voz entrecortada y apenas audible.
En
su mente infantil se agolparon los recuerdos, los gritos, los insultos, los
castigos. Miró sus manos. Las cicatrices de las quemaduras con fuego aún eran
recientes.
Se
recriminó por no haber podido evitar que el vaso
de cristal que con furia le lanzó su padre, se estrellara
en sus carnes. Bajó su cabeza. «Ahora ya nada lo ataba, ya nada ni
nadie le importaba, como tenía la certeza de no importarle a nadie», pensó. Por
su mejilla rodó una lágrima. «Un hombre no llora», se dijo. De un manotazo la
borró e hizo un mohín con su boca. Sin embargo, los recuerdos dolorosos,
acudían como un torbellino, remolviéndole, rasgándole las entrañas. Sus ojos se
humedecieron, se le hizo un nudo espeso en la garganta. Un estertor emergió por
fin de su tórax. Las lágrimas brotaron incontenibles. Con vergüenza bajó
la cabeza. Ella lo abrazó hasta que poco a poco Santiago se calmó. Luego limpió
su rostro y le dijo:
—¿Quieres
contarme qué pasó? ―él, negó con la cabeza.
Colocó
su mano sobre la cabeza del niño. Una luz brillante y azul lo envolvió con una
calidez que lo hacía sentir seguro y protegido. Desplazó su mano hasta la
pierna herida, la posó encima pero sin rozarla. Él observó como poco a poco la
herida desaparecía sin dejar huella. Después su mano se posó a la
altura de su corazón. Una sensación de paz y tranquilidad lo embargó.
Reparó
en las cicatrices visibles que Santiago tenía en todo su cuerpo. Una lágrima
brotó de sus ojos. Tomó la manos del pequeño entre las suyas, les dio un beso y
como por arte de magia, estás desaparecieron. Depositó otro en su
frente.
Un
sentimiento de amor indescriptible y una paz inmensa lo cubrió. Se sintió
aceptado y amado por primera vez.
Ella pronunció unas palabras extrañas, él entró en un sueño
profundo. Escuchó en la lejanía que ella le decía:
―Debo mostrarte
algo. Cierra los ojos —cuando los abrió, se encontró en medio de la nieve; vislumbró las tenues luces que
iluminaban una rústica cabaña perdida en el bosque. Afuera el humo de la chimenea se confundía con el viento. Se acercó a la ventana.
Un
hombre alto, fornido y con el semblante desencajado insultaba y pateaba con
violencia a un pequeño que escondido en un rincón temblaba como una hoja. De un
empellón lo sacó de casa y lanzó a la intemperie, luego cerró la puerta,
sin mirar atrás. La
madre lloraba, sin atinar a hacer nada. Le recordó a la
suya. Advirtió el miedo que aquel hombre le inspiraba. En su interno
algo se removió.
El chico golpeaba la puerta con los nudillos de su mano e imploraba: «pero papá, papito, no, por favor». Lo miró a la cara y pudo reconocer en él, a su padre. Entonces
comprendió. Percibió su dolor porque era igual al suyo. Se acercó,
le colocó una mano en el hombro, y dijo: «Te perdono papá». Al
pronunciar estás palabras fue succionado por una ráfaga
de viento que lo envolvió y lo transportó a un extraño lugar. Se
sintió en paz y sin mirar atrás, sonrió.
Se
vio en una playa llena de luz y color, el paisaje era de un verde exuberante,
el aire de mar llenaba sus pulmones, las aves cruzaban el cielo y el firmamento
estaba cubierto de vivos colores.
A su
lado estaba su hermano menor, Nicolás, quien había perecido hacía poco, y a quien tanto amaba. Al
verlo se atemorizó y alegró al mismo tiempo, restregó sus ojos para cerciorarse
que no estaba soñando. Una sonrisa iluminó su rostro al ver que
Nicolás corría a sus brazos. Ambos se fundieron en largo y fraternal abrazo.
Tomados
de la mano ambos chicos se fueron a jugar a la playa. Santiago le preguntó:
—¿Dónde
has estado? ¿Por qué yo no te veía antes?
―Porque
mi alma había dejado mi cuerpo.
—¿Y
ahora, estás muerto? ―preguntó santiago.
—Vine
a llevarte a casa. Ya no estarás solo.
Ambos,
sonrientes, se fueron juntos, caminaron entre la niebla y se
perdieron en la bruma de la eternidad.
Autora:
Lucía
Uozumi.
(Derechos
Reservados)
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