Relato escrito para participar en el concurso de Microcuentos
de Microterror III del Circulo de Escritores.
Estacioné mi auto rojo y esperé; la llamé a su móvil y no contestó. «Qué
extraño, mejor voy y la busco», me dije. El polideportivo que estaba rodeado de un espeso bosque estaba silencioso a
esa hora de la mañana. Me dirigí al frontón donde ella hacía sus prácticas habituales.
Sentí el alma en los pies cuando divisé un bulto en el suelo. Patricia estaba
temblando, con los ojos desorbitados y respiraba con dificultad.
―Auxilio —grité como loca, pero nadie me escuchó.
Con manos temblorosas me arrodillé a su lado, busqué con premura el ventolín y le administré dos inhalaciones. Después de
varias palmadas en sus mejillas y unos sorbos de agua, pareció
reaccionar.
La tomé por la cintura, pasé su brazo por mi hombro, y con dificultad
iniciamos el regreso. Ella, incapaz de pronunciar palabra, apuntaba con mano a un lugar fijo en la arboleda. Un sudor frío recorrió mi espalda y mi pulso se aceleró. No me atrevía a mirar.
Giré sobre mis pasos, entonces, lo vi. Un hombre con su ropa hecha jirones pendía de un árbol, un lazo aprisionaba su cuello, los ojos habían dejado sus cuencas, la lengua estaba afuera, y su rostro estaba ennegrecido. Todo se oscureció.
Giré sobre mis pasos, entonces, lo vi. Un hombre con su ropa hecha jirones pendía de un árbol, un lazo aprisionaba su cuello, los ojos habían dejado sus cuencas, la lengua estaba afuera, y su rostro estaba ennegrecido. Todo se oscureció.
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