El
cielo estaba claro y tachonado de estrellas, era una noche tranquila de luna
llena. Preparamos una mesa y comimos en el patio que estaba rodeando de
naranjos, alelíes, magnolias, azucenas y un gran rosal que yo cultivaba.
Como
las gallinas, nos fuimos a dormir temprano, caí como una piedra y no me di
cuenta de nada.
A
media noche me despertó un sonido atronador; escuché como que
entraba un gran pelotón de soldados marchando y vociferando. El aire denso que olía a
plomo y a dinamita caliente, se colaba dentro del recinto y molestaba en los
ojos.
A
tientas y con manos temblorosas busqué mis lentes. Andrea estaba de
pie junto a mi, temblando como una hoja, con voz apenas audible, me
dijo:
―¡¡Se
entraron unos hombres armados!!
Como
un resorte me levanté, mi corazón se disparó. No
recuerdo como llegamos hasta la habitación contigua que era la más
segura.
Afuera,
el ruido ensordecedor de los fusiles, las pisadas de un tropel de hombres
que subían, bajaban, corrían, rodeando y
sitiando las calles del poblado.
Cerramos
las puertas con llave; ambas estábamos traslucidas, nuestras piernas como
gelatina se negaban a responder, con nuestros rostros desencajados y el corazón palpitando en
nuestras orejas nos pusimos a rezar.
Pasados varios minutos escuchamos disparos
que sucedían sin tregua.
Frente
a la entrada de mi casa dispararon, alguien gritó.
―¡Me
mataron!
Nos
tapamos la boca, ahogando nuestros gritos; Andrea me dijo:
—¡Voy
a ir a mirar por las rendijas!
Con
lágrimas en los ojos le rogué que no fuera.
Cuando se instaló el silencio, unos
golpes en la ventana nos sobresaltaron:
—Alicita,
me mataron a Alberto —dijo una voz desde la calle.
Con extrema precaución y temblando, abrimos la puerta y la
cerramos con premura.
—¡¿Cómo
que era Alberto?! —dije.
Como él era tan jugador, pensé que tal vez ese era el motivo. Ana nos contó:
—Estábamos acostados, cuando me desperté sobresaltada, ¡estaban apuntándoles a las sienes a mis hijos! Yo les supliqué: ¡A mis niños no!
Alberto, mi esposo, se
tiró desde el balcón, pero lo rodearon, le volaron los ojos y parte de la cara.
—dijo sollozando y presa de un ataque de nervios. Me quedé consolándola.
Andrea
se fue a misa de seis; se encontró a don Hector el papá de Mila, que iba con un
bebé en los brazos y con otro niño de la mano, le preguntó:
―¿Para
dónde va a estas horas con esos niños?
―¡¡Es
que se llevaron mi muchacha!! —Contestó el hombre con rostro compungido y voz
ahogada― Se entraron por el balcón, la sacaron de las greñas, la arrastraron y
la metieron a un furgón, y no aparece.
En
ese momento llegó doña Aura, buscando a su hijo Leonel, y dijo:
—Irrumpieron
en la vivienda, Ángel se escondió detrás de la puerta grande que da hacía el
rincón. Ellos, la abrían y la cerraban buscándolo. Él se salvó, pero mis otros
hijos están desaparecidos.
A
Dario, leonel, Antonio y cincuenta más, los encontraron muertos, unos en la entrada del pueblo, otros en la carretera, en barrancos y en los caminos poco transitados.
A
las jovencitas se las llevaron en camiones hasta el bosque, las violaron, les quebraron los
huesos, les arrancaron la lengua y los ojos; las amordazaron, las torturaron y las mataron;
a las embarazadas les dispararon a quema ropa en el vientre. Amarradas a postes
bajo un sol abrazador las dejaron morir, sus cuerpos mutilados cuentan su historia.
El
cielo se tiño de negro y la tierra de ríos de sangre, dolor y muerte.
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